La familia, la escuela, los juegos, los medios de comunicación, las normas sociales y las metas que este modelo cultural nos obliga a imponernos, nos empujan a una carrera sin fin por poseer, por acumular, por competir y sobresalir en todas y cada una de las facetas de nuestra existencia. Se nos enseña a despreciar o a ignorar el placer de hacer los cosas únicamente por el gusto de realizarlas, por la íntima o compartida satisfacción del trabajo bien hecho, o por el esfuerzo puesto en práctica, siempre ese trabajo, esfuerzo o logro se medirá en términos de mejor o peor con el que otro ha obtenido o realizado. La solidaridad, la cooperación y la falta de agresividad son deslegitimadas y etiquetadas como obstáculos que estorbarán o impedirán ser “alguien” en la vida.
Ya de adultos el éxito se mide, o mejor, se contabiliza, casi exclusivamente por la cuota de poder, por la capacidad adquisitiva o por la fama individual que la persona haya logrado obtener, sin importar en absoluto los medios a través de los cuales haya logrado esos fines.
La propia dinámica del capitalismo genera un hombre individualista, utilitarista, empujado a competir y sustentado por la ambición, porque en este modelo, ya lo sabemos, tener equivale a ser.
El verdadero y generalmente oculto drama del individualismo y la competitividad es que produce un solo triunfador a costa de innumerables perdedores.