Lo vivido por este país en el día de ayer, llamó poderosamente mi atención. Tanto, que me hizo escribir en esta bitácora, más de un año después de la última vez. Voy a poner el marcador del juego en un segundo plano. Brasil lloró su derrota con todas sus lágrimas, y cuando se terminaron, lo hicieron con sangre. Se le agotaron todas las formas de sentir dolor y sufrimiento, al ver caer a su selección, humillada ante el despiadado ataque de los alemanes.
Las consecuencias políticas y sociales de este resultado, no se harán esperar. El país está celebrando la copa mundial, en medio de ácidas criticas al alto monto de recursos invertidos para llevarla a cabo. Estas se vieron algo mermadas por las victorias del equipo verde amarillo, pero ya no hay justificación ni ánimos de celebrar. Pero si yo fuera Dilma Rousseff, creo que hay una oportunidad para usar esta tragedia a mi favor.
Este pueblo humillado, nos ha dado una gran lección. No les importó que el mundo vea su dolor, porque aman este juego y sienten que han destruido su corazón. Este juego es su religión. Y no lo disimulan, al contrario, lo muestran con orgullo.
La gran tarea de Dilma, es extrapolar ese sentimiento a otras facetas, hacer que cada brasileño sienta ese fuego por las ganas de sacar a su país adelante, a sentir pasión por las cosas que se pueden mejorar si se lo proponen. Después de esta paliza deportiva, la gran tarea es hacerles entender a los brasileños que no son solo fútbol. Ante ese espejo es que debe ponerlos, con la gran encomienda de evitar que lo rompan. Y de paso evitar que se rompa Brasil.
